El autor colaboradora de The New York Times y The Atlantic y poeta, escribe sobre su historia de amor con los glaciares. Un relato que nos lleva al pasado y el futuro del hielo, que es el nuestro. Un viaje helado y precioso por los cultos ancestrales de las zonas de hielo, información sobre el equilibrio precario de un glaciar, el estado de la criosfera, que es la capa helada que cubre la superficie de la Tierra y de cómo el fin de un tipo de vida puede estar llegando para los habitantes de las zonas blancas. Se comenta en el artículo que un glaciar es documentalista e historiador. Registra cada fluctuación meteorológica. Lo almacena todo, no importa lo pequeño o grande que sea, como polen, polvo, metales pesados, insectos y minerales. Al convertirse la nieve en neviza y luego en hielo, las moléculas de oxígeno quedan atrapadas por el glaciar, proporcionándonos muestras antiguas de la atmósfera: dióxido de carbono y gas metano. Pueden compararse registros de las temperaturas y de los niveles de gases atmosféricos anteriores a la Industrialización con otros posteriores, más o menos un periodo de unos 150 años. Gracias a ello, ahora podemos apreciar que el incremento continuo de los gases que causan el efecto invernadero y el calentamiento del aire y el agua tiene su origen en el auge de nuestra sociedad de chimeneas y tubos de escape. Un glaciar es el tiempo personificado. Cuando perdemos un glaciar –y los estamos perdiendo casi todos– perdemos nuestra historia, una mirada al pasado; estamos perdiendo la explicación a cómo evolucionaron los seres vivos, cómo varió el tiempo, a por qué plantas y animales murieron. La regresión y la desaparición de los glaciares –sólo quedan 160.000– significa que estamos quemando bibliotecas y dañando el planeta que todos habitamos, posiblemente sin vuelta atrás. Poco a poco, glaciar a glaciar, costilla a costilla, estamos viviendo la Pérdida del Paraíso.
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