Diciembre 2007.
Los compromisos contra el cambio climático tienen en la política de
transportes colectivos para las metrópolis la mejor alianza. Sin
embargo, la realidad de los mismos no constituye un aliciente para
dejar el transporte privado contaminante. Dos realidades marcan el
déficit. En primer lugar, la política de precios. En segundo lugar, la
planificación de los mismos.
Cuando se acerca el inicio del año, los precios suben para adecuarse a
la subida del IPC. Sin embargo, la subida en Barcelona se prevé del
4,35%, que es claramente injusta, por ser superior al 2 % que sería lo
racional. Además, en el caso de Barcelona este brutal incremento se
produce cuando el 2007 se ha caracterizado por el caos en los mismos,
como resultado de las obras del AVE. Este incremento por encima del IPC
demuestra la escasa sensibilidad de los políticos que, por otro lado, animan a
dejar el transporte privado argumentando la contaminación y los efectos
sobre el cambio climático. Lo lógico sería que el precio de la
contaminación y del incremento de las emisiones con efecto invernadero
se aplicase a promocionar el transporte colectivo en las áreas
densamente pobladas. En un país que ha incrementado en casi un 50 % sus
emisiones, las políticas de movilidad basadas en los transportes
colectivos deberían ser prioritarias y una política de precios
incentivadora debería ser la tónica. Pero parece que no es así.
Otra realidad es la de las inversiones en infraestructuras. Barcelona,
por ejemplo, inauguró en los últimos cinco años un total de 31 km de
metro y tranvía, una cifra que és 4,5 veces inferior a los que se
pusieron en marcha en el Metro de Madrid. En Madrid, en los últimos
cinco años se inauguraron más de 135 km de nuevas vías de metro y metro
ligero, en las cuales se situaron 115 nuevas estaciones. En el mismo
período, en Barcelona se rehabilitaron 52 estaciones. En este caso, la
reahabilitación llega tras años de desinversión y como una necesidad ya
ineludible. Sin embargo, otra realidad es la de una planificación
basada en los trasiegos urbanos básicos. En Barcelona, áreas como la
Zona Franca -donde trabajan decenas de miles de personas- no cuenta con
enlaces de metro o tren de cercanías. La línea 9, que llegará a la Zona
Franca, lleva un retraso importante y además es una obra con un trazado
complejo en su ejecución y más que discutible en su trazado. El tranvía,
que es 5 veces más barato en su construcción, está vetado porque quita
espacio al coche. Las actuales líneas del Trambaix y el Trambesós en
Barcelona, con 5 lineas, suman apenas entre todas 30 km y unas 50
estaciones. La solución de los metros ligeros, pero especialmente del
tranvía, constituye una opción económica y rápida con los modernos
trenes. Sin embargo, el Ayuntamiento de Barcelona no quiere ni oír
hablar de nuevas líneas.
Por cada kilómetro recorrido en un vehículo privado son casi 2,7 kg de
CO2, mientras que en transportes colectivos como el metro o el tranvía
no superan los 0,03 kg. Los números, pues, cantan por si solos. Por este
incremento brutal en nuestras emisiones vamos a tener que pagar las
toneladas de CO2 de más. Por tanto, resultaría más sensato desviar
parte de los programas contra el cambio climático a fomentar un
política de movilidad destinada a reducir el transporte privado. Los
planes de movilidad para llevar a los trabajadores a los polígonos
industriales es otra de estas prioridades que no se atienden en el
diseño de infraestructuras colectivas. Aquí tampoco se plantean, por
ejemplo, los carriles bicicleta desagregados de las carreteras para
facilitar este transporte todavía más ecológico. Y no digamos ya la
planificación de una red de cercanías ferroviaria que una con rapidez
las ciudades de las áreas metropolitanas o incluso provinciales. En
Catalunya, por ejemplo, la red de cercanías no ha añadido ni un solo
kilómetro en lustros. Ciudades como Vic y Barcelona, distantes tan sólo
en 60 km, están unidas por un trazado de principios del siglo XX. Lo
mismo podemos decir de líneas con una elevada tasa de viajeros, de las
que no se desdoblan los trazados para facilitar el tránsito de trenes
directos.
Es evidente que la lucha contra el cambio climático requiere de
actuaciones urgentes. Sin embargo, los nuevos trazados se tramitan por
la vía administrativa convencional, que conlleva años antes no son una
realidad. Resulta, pues, una burla pública que los gobiernos autonómico y central no adopten medidas de urgencia para la planificación y
ejecución de nuevos trazados para el transporte colectivo. Igualmente,
en las zonas menos densamente pobladas, el carsharing podría ser una
medida transitoria que evitase el tránsito privado y especialmente si
este se conectara desde las estaciones ferroviarias. Pero aquí tampoco
podemos olvidar el papel que puede desempeñar el tranvía, no sólo por
ser más barato en su construcción, sino también en su operativa. En
Alemania, por ejemplo, hay cantidad de líneas de tren de corta distancia
que unen a modo de lanzadera grandes ciudades con núcleos más rurales
en líneas incluso no electrificadas con automotores diesel de alta
eficiencia.
El peor remedio político es aquel que fomenta la desconfianza entre la
población. En la política de incrementos desmesurados en los precios
del transporte colectivo se pone de manifiesto la escasa sensibilidad
real que los gobiernos tienen contra un problema como es el cambio
climático, con el que después se llenan la boca diciendo que constituye un reto
especial. El verdadero reto es tomarse en serio que lo del cambio
climático es realmente una batalla urgente y que precisa también de
medidas urgentes. Una verdadera voluntad política contra el cambio
climático pasa sin duda por una política de planificación y gestión de
los transportes colectivos, basada en sacar automóviles de las
carreteras. Pero también en revisar las concesiones de los transportes
públicos por carretera. En lugar de subvencionar para dar un servicio
bajo en un determinado horario, debería potenciarse el servicio bajo
demanda con minibuses más baratos de explotación y por tanto más
rentables.
Podríamos enumerar muchas otras actuaciones en materia de movilidad a
favor de mitigar los efectos del cambio climático. La bicicleta en las
ciudades, por ejemplo, es una asignatura pendiente. No basta con
medidas electorales como las bicicletas públicas de alquiler, si en
realidad no se pacifica el tráfico urbano. Llevar los niños/as al cole
en bicicleta podría ser una medida a fomentar, cuando existen
bicicletas eficaces para el transporte de los pequeños. Pero una vez
más, requiere políticas de movilidad basadas en vaciar las calles de
coches privados. Sin embargo, ningún político se atreve a poner el
“cascabel al gato”. Por ejemplo, en la crisis de la red de trenes de
cercanías de Barcelona, el gabinete gubernamental no se planteó como
medida de solidaridad dejar aparcados los coches oficiales para que los
miembros del gobierno se enfrentaran a las dificultades de un
transporte de epopeya cotidiana.
El problema de tener políticos poco sensibles y con mas boquilla que
modales éticos es que la población deserta de ejercer sus derechos
democráticos. Con el pasotismo colectivo se alimenta el despotismo y de
este a las dictaduras hay un paso. La movilización ciudadana es
importante pero más es ejercer la responsabilidad democrática frente a
las elecciones. Sin embargo, vivimos en una situación, no sólo en el
Estado español sino en el ámbito europeo, de desilusión colectiva. Las
políticas de movilidad basada en el fomento de los transportes
colectivos eficaces y rápidos es un buen antídoto no sólo contra el
cambio climático, sino también para garantizar la salud de una
democracia. Por este motivo, las subidas de precio anuales de las
tarifas del transporte colectivo deberían ser mínimas. Las inversiones
necesarias deberían financiarse sobre el gasto que provoca el tráfico
privado. De la misma forma que con los ingresos de las áreas de
aparcamiento urbanas se puede pagar la bicicleta de alquiler, el
tráfico privado debería financiar, con un impuesto sobre la
contaminación, los sistemas que reducen en cien veces la misma. Tampoco
resulta nada halagüeño que medios de transporte ecológicos como el
tranvía estén vetados políticamente, como sucede en Barcelona, para no
soliviantar a los conductores privados que a su vez provocan (aunque
sea de forma inconsciente) enormes gastos colectivos. Las enfermedades
respiratorias en las ciudades son ya una verdadera plaga que pagamos
luego colectivamente en el sistema sanitario. Es evidente que estamos
frente a una situación que, como ya hemos apuntado, es de estado de
emergencia. Y en estas situaciones las medidas deben ser contundentes y
acordes con la urgencia.
El Panel de Expertos sobre el Cambio Climático de Naciones Unidas
(IPCC) -por cierto premiado con el Nobel de la Paz 2007- han advertido
de la urgencia de tomar medidas drásticas para reducir las emisiones.
España, con uno de los incrementos más notables en sus emisiones, sigue
mareando la perdiz en un tema clave en las políticas contra el cambio
climático, como es la mejora en los transportes colectivos. Es urgente
que se planifiquen y ejecuten nuevas obras por la vía de la
excepcionalidad, de otro modo quizás lleguemos tarde. Por otro lado,
mientras, la mejor inversión son los incentivos en el precio de los
mismos. Por tanto, medidas como la subida de precios previstas para el
transporte colectivo para el 2008 resultan un insulto a la más
elemental ética política en momentos de fragilidad climática como los
que vivimos. Eso sin olvidar que las diferencias de los precios del
transporte colectivo entre ciudades españolas debería tener una
política común y sensata. Que en Madrid, que tienen más kilómetros de
metro y bus, la tarjeta de 10 viajes fuera de 6,40 euros contra los 6,90
de Barcelona -que tiene una red menor y con un servicio más deficiente-
es insulto a la tan cacareada “unidad” española. También se deberían
plantear tarjetas mensuales e incluso anuales claramente ventajosas,
para forzar el efecto de ganar usuarios sacados de los volantes. Sin
embargo, una vez más, podemos afirmar que una cosa son los discursos y
otra la práctica. La sensatez democrática pasa por predicar con el
ejemplo, empezando por los miembros del gobierno.
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