El día que noqueé la sucia luz

El día en que nací la humanidad estaba mirando la llegada del hombre en la Luna. Yo fui cegado por una poderosa luz tan brillante como el sol. Toda mi vida me ha obsesionado la luz, no lo puedo evitar. Bajo la luz de un claro de luna me siento a gusto, y en mi casa me gusta la luz tenue. La luz de mi hogar, como el de todos -desde que Nikola Tesla nos obsequiara con la corriente eléctrica alterna- se fabrica con combustibles fósiles y nucleares.

Vivo como el 50 % de la humanidad en una ciudad, encerrado en un cubículo de 40 m2, pero que tiene tres ventanas mirando al sur. El sol calienta mi vivienda, demasiado. Está, como todas, construida sin criterio alguno para la eficiencia energética y el ahorro energético. Encima de mi piso está la cubierta del edificio, una terraza, sin uso. Hace años instalé un colector solar para el agua caliente sanitaria. Más de la mitad de los días del año tengo el gusto de asearme con el calor del sol acumulado. Sin embargo, me obsesiona cada vez que enciendo la luz del baño sin poder hacer nada para ser protagonista de un cambio y dejar de ser consumidor para ser también productor energético.

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Generar electricidad limpia y renovable desde nuestro hogar es posible.

Hace años oí hablar de la Guerrilla Solar cuando se extendía por Estados Unidos. Militantes que conectaban paneles solares en la cubierta de sus casas y de día autoconsumían la electricidad. Cada vez que tenía noticia de un nuevo guerrillero solar quería sumarme, pero en mi país, la tercera potencia en energía solar fotovoltaica instalada del mundo, la gente sólo quería cobrar los incentivos que daba el gobierno y para ello era necesario legalizar cualquier instalación solar con una burocracia inmensa. Hoy, ya no hay beneficios, el potencial del sol de este país languidece frente al sucio carbón y a las millonadas de beneficios que aportan las radioactivas centrales nucleares, ya amortizadas y en tiempo de de juego a la ruleta rusa.

Durante el Día de la Tierra en mi ciudad se celebra una curiosa feria ecologista. Es un evento que ocupa la calle y que se ha convertido en un espacio para protestar contra la peligrosa energía nuclear (recordando a las víctimas de los accidentes como Chernóbil o Fukushima, entre otros), y para ser un cántico a favor de las energías renovables.

En esta feria, hay centenares de propuestas para cambiar el mundo. Pero, además, algunas entidades han añadido a los buenos propósitos el pasar a la acción facilitando herramientas como el panel solar de la Guerrilla Solar: un simple panel fotovoltaico del que por detrás tiene una cajita que contiene el inversor y de la cual sale un cable con un enchufe. Basta, por tanto, plug and play y toda la electricidad solar que genera el panel se convierte en ahorro directo.

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La misma música pero con diferente instrumento no basta para cambiar.

Tenemos más armas de construcción sostenible masiva de las que imaginamos. Un simple panel solar colocado empieza a bombear luz limpia, renovable, solar, propia, hacia el hogar. En un mes entre sol y nubes puede generar 12 kWh de electricidad, en otras palabras, la energía que consume durante un mes de trabajo con mi netbook.

Hoy después de ducharme con el sol, me siento más despierto al saber que con el primer rayo de sol que aparece por el Este mi panel empieza a noquear a la sucia electricidad impidiendo que entre en mi casa y dejando fluir energía limpia. No es mucho, pero tampoco tengo más espacio, sin embargo, representa un 10 % de ahorro sobre el consumo eléctrico de mis vecinos; en otras palabras, ahorro un 10 % de emisiones con efecto invernadero. Noquear a la sucia electricidad me costará durante 25 años, 0,08 céntimos por día.

Hoy cuando miro al sol me recuerda la luz que me dejó casi ciego al nacer, pero su luz hoy me deja ciego de alegría de saber que en ella está mi libertad, la de todos, si quisiéramos. Cada 21 de julio recuerdo que la humanidad pisó la Luna, pero este año he celebrado que la luz del sol fluye por nuestras venas. Cada vez son más los pequeños gestos guerrilleros por todo el mundo que aportan bocanadas de nuevos aires para la economía solar. Todo empieza siempre con un puñado.

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Un mundo que se nos derrumba porque no aceptamos ser el cambio del que debe nacer.

En todas las revoluciones, los agentes del cambio, por lo general acaban siendo un pequeño núcleo de individuos. Luego llegan las acciones por televisión, las rebeliones en las plazas públicas, en los campus universitarios, los actos de desafío frente a los peajes, a los recortes en educación, a la precariedad laboral. Es así como la revolución se inflama. Muy a menudo, la chispa de encendido es un acto simbólico que prende por ser más que un gesto concreto, una metáfora. Rosa Parks se negó a ceder su asiento en el autobús. Un manifestante contra la guerra del Vietnam coloca una margarita en el cañón de un rifle. Un disidente se pone frente a los tanques en la Plaza de Tiananmen. Aung San Suu Kyi llega a la política en Birmania tras décadas de arresto domiciliario y otras vejaciones. Estas imágenes nos sitúan en el campo unitario colectivo.

El mayor obstáculo para la revolución es personal: nuestros propios sentimientos profundos del cinismo y la impotencia. La mayoría de nosotros tenemos problemas en aceptar un cambio radical como una opción viable. Nos atrincherados en nuestro mundo familiar y no podemos imaginar otro. Es difícil aceptar que nuestro sistema actual simplemente es una etapa más de un ciclo sin fin, que tarde o temprano deberá terminar. Así ha sido a lo largo de la historia, que no es más que un proceso de destrucción creativa.

Canviat
09/02/2017

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