Los primeros relojes mecánicos -en el siglo XIII- eran de una sóla aguja pues sólo marcaban las horas. La manecilla de los minutos se añadió en los relojes mecánicos a partir del siglo XIV y la manecilla de los segundos apareció en el siglo XVIII en paralelo con el desarrollo del capitalismo industrial que nos impuso el tiempo como algo inhumano y ajeno a los ciclos naturales. El reloj debe considerarse la máquina clave de la moderna edad industrial. Hoy casi nos parece inaudito que una persona viva sin reloj. El reloj se ha convertido en algo tan básico como andar vestido. Medimos el tiempo mientras nuestro cuerpo ajeno al tiempo humano desarrolla su propia estrategia temporal renovando cada una de nuestras células.
El autor de Tiempo para Vivir, Jorge Riechmann, investigador del Instituto Sindical del Trabajo, Ambiente y Salud (ISTAS) de Comisiones Obreras, señala en este ensayo cuatro temporalidades diferentes: el tiempo del cuerpo con sus propios ritmos que atienden al reloj biológico, el tiempo de la naturaleza con sus ritmos cíclicos, estacionales o anuales, marcados por la migración animal y la evolución de las especies, el tiempo de la vida social en el cual nos desarrollamos culturalmente y el tiempo del sistema industrial y financiero que nos tiene atados con el trabajo. Advierte que los tiempos largos de la naturaleza se contraponen a los tiempos cortos de la vida humana y, sin embargo, nuestro escaso tiempo ha sido ya capaz de alterar la temporalidad planetaria como lo prueba el calentamiento global o la extinción de la biodiversidad. Si continúan las actuales tasas de extinción a mediados del siglo XXI podrían desaparecer entre uno y dos tercios de todas las especies del planeta que evolucionaron tras millones de años. Un verdadero contrasentido que prueba que esta aceleración brutal que hemos impreso al tiempo cultural puede suponer una verdadera amenaza para nuestra existencia ecológica.
Estamos agotando el tiempo y creamos riesgos a un ritmo trepidante: creando decenas de miles de sustancias químicas de las cuales apenas sabemos su potencial tóxico a largo plazo. Se tardaría un siglo en evaluar el verdadero riesgo de tan sólo 2.000 productos químicos con gran volumen de producción. El impacto ambiental crece cuando intentamos apurar el tiempo. Desplazarse con un coche a 90 km/h supone un ahorro en combustible y de emisiones tóxicas a la atmósfera de hasta el 25 % con respecto a hacerlo a 120 km/h. Lo mismo podemos afirmar con la cantidad de territorio que debemos destruir para construir un tren de alta velocidad (más de 300 km/h) en lugar de uno de velocidad alta (menos de 200 km/h). Es necesario dedicar más tiempo a vivir y reducir la velocidad de la aceleración de nuestro ritmo consumista. La crisis ecológica es sobretodo un asunto de velocidad.
Dejamos de gozar por falta de tiempo, dejamos de cultivar las relaciones interpersonales por falta de tiempo, dejamos de pensar por falta de tiempo, dejamos de ser críticos por falta de tiempo para formarnos opinión, perdemos la salud por comer rápido y con alimentos cultivados con tiempos de infarto, abandonamos nuestro mayor tesoro que es participar en el desarrollo de nuestra sociedad por falta de tiempo. El capitalismo basa su éxito en secuestrarnos nuestro tiempo vital. Y sin embargo, todos soñamos con el tiempo libre, un tiempo que cuando nos lo prestan apenas sabemos disfrutar de forma creativa.
La sostenibilidad ecológica precisa de una nueva cultura del tiempo. Por qué la revolución ecológica sustentable es esencialmente un reconocimiento de la finitud, no sólo de nuestra vida mortal como animales sino también de los límites del propio planeta. Jorge Riechmann de forma magistral aborda desde esta obra una insólita visión para reflexionar sobre ecología y tiempo, una pareja a la cual nuestra sociedad no nos deja tiempo para atender.
Tiempo para la vida se ha editado como el propio editor reconoce como acicate para la vida frugal y el disfrute del tiempo. Esta obra representa un avance del volumen Gente que no quiere viajar a Marte y que constituirá el tercer volumen de su trilogía de la autocontención precedida por Un mundo vulnerable y Todos los animales somos hermanos. En fin, un aperitivo ecológico de la mano de una de las plumas más sensatas, poéticas y comprometidas de entre las que escriben todavía en nuestro país sin tapujos.
|