De nombre inpronunciable, el volcán islandés Eyjafjalla que entró en erupción el miércoles 14 de abril 2010, pronto empezó a expandir cenizas a la atmósfera hasta que el viernes 16 de abril provocó la cancelación de 5.000 vuelos en todo el continente. Pero, era sólo el inicio de la catástrofe. La nube de ceniza sigue extendiendo partículas por toda Europa paralizando todo el tráfico aéreo. Hasta aquí la noticia que pone en evidencia la preeminencia de los aviones como sistema de transporte y su fragilidad, y no sólo frente a la amenaza terrorista.
Todo un continente en las manos de Eurocontrol sin ninguna prueba objetiva midiendo partículas reales.
Los aviones comerciales, que vuelan a alturas de unos diez mil metros, según los expertos si entran en los motores los inutilizan. La realidad es que algún caso de turbinas quemadas por las cenizas las hubo, aunque silenciadas. Pero también está claro que no se valoraron cambios operativos ni tampoco mediciones con sonda reales. Los aviones comerciales vuelan en el nivel más apto para evitar las contingencias meteorológicas y hacer más placentero el viaje. Sin embargo, a alturas de nueve a once mil metros se puede volar porqué los aviones los controla el piloto automático pues la escasa densidad del aire convierte el pilotaje manual en prácticamente imposible.
Los trastornos en la vida de miles de viajeros por el cierre del espacio aéreo europeo no tiene precedentes. Por suerte, aunque al límite, los transportes terrestres, en especial el tren, han echado una mano; pero somos demasiados dependientes de los vuelos en avión y la interrupción del tráfico aéreo ha sido catastrófica en términos sociales y económicos.
Pero, mientras la vida de las personas afectadas se convertía en una epopeya, el cielo se recuperaba de la contaminación aérea de los aviones. Me gusta mirar el cielo y este fin de semana me ha dejado atónito realmente no ver volar a penas aviones, salvo alguno de despistado en dirección sureste-oeste. La estela de los aviones pasa desapercibida para la mayoría, pero existe; y en los días en que estos dejan su marca sobre el cielo este parece un tablero de ajedrez. Hoy no había estelas. Deberíamos frenar el tráfico aéreo, porque como afirma George Monbiot, somos todos asesinos del clima hasta que no paremos de volar.
Deberíamos reducir el tráfico aéreo sin necesidad de la amenaza volcánica. Foto: Fundación Tierra.
En toda Europa, sólo el sábado 17 de abril, se cancelaron según las agencias de noticias, 17.000 vuelos (22.000 eran los previstos). Eso da una idea de la magnitud del tráfico aéreo europeo. Sin embargo, está claro que Eurocontrol (un nombre casi orwelliano), a la vista de lo sucedido, se ha excedido. En realidad, la medida se tomó por estimaciones teóricas sobre el riesgo de la nube volcánica, pero no por mediciones objetivas. Algunas compañías aéreas iniciaron el fin de semana vuelos de pruebas y no han encontrado ni rastro de los cristales volcánicos que supuestamente amenazan a las aeronaves en trayectos dentro de la dispersión de la nube.
Pero hay más, porqué todo esto ha sucedido en un momento de calma meteorológica en casi toda Europa y se podía controlar el tráfico a niveles de vuelo situados entre cuatro y cinco mil quinientos metros sin riesgo alguno. Claro que probablemente, esto hubiera convertido a los responsables de las cabinas de las aeronaves, en lo que son, los pilotos al mando. Hoy casi nunca se vuela a baja altitud, pero frente a una emergencia se hubiera debido de habilitar de pasillos aéreos temporales para esta contingencia volcánica. Hace lustros, cuando todavía no había puesto coto al volar, realicé un vuelo (ante mi asombro) entre Barcelona y Madrid con un MD80 de Spanair a baja altitud y fue una gozada.
Quizás los políticos deberían tomar las riendas y que los miedicas de Eurocontrol tuvieran más empaque y se basaran en mediciones reales sobre el polvo volcánico para no causar el caos socioeconómico. La medida ha sido desproporcionada y más bien parece sacada de la doctrina del shock de Naomi Klein. En este país los vuelos deben estar separados en el aterrizaje, por razones de seguridad, un mínimo de 1.660 m (1 milla) en IFR, pero en Estados Unidos los controladores aéreos permiten separaciones de sólo 700 m en condiciones VFR y no se estrella ningún avión por esta causa. Algo parecido sucedía con los trenes de cercanías. La distancia mínima hace apenas unos años entre unidades era de 900 m, hoy basta con la mitad en las zonas saturadas para garantizar una mayor fecuencia de paso.
El cielo europeo ha tenido un fin de semana libre de estelas de aviones. Foto: Fundación Tierra.
Ya se habla de las ayudas económicas gubernamentales a las compañías aéreas que pagaremos entre todos. De lo que no se habla es de la responsabilidad de los directivos de Eurocontrol que fueron incapaces de hacer frente a una emergencia con sensatez socioeconómica. Pero si la vida, aunque trastornada, puede seguir sin aviones, con más trenes, que los tenemos (aunque los usemos pocos porqué primamos el billete barato de los aviones) quizás se podrían adoptar medidas para reducir los vuelos aéreos y poner una cuota ambiental disuasoria al tráfico aéreo.
Si volamos en exceso es para ganar tiempo presente, pero este tiempo que ganamos en unas horas lo tomamos prestado de las futuras generaciones dejándoles una estela de contaminación evitable. Deberíamos aprender del bendito volcán, tanto para saber volar en estados de emergencia a menos altitud, si la meteorología lo permite, como para poner coto al tráfico aéreo. El cielo sin las estelas de los aviones es una señal inequívoca de un mundo más saludable.