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Comedores escolares más sostenibles, una revolución pendiente.
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No sólo el tamaño importa en los alimentos sino como son cultivados o criados. Si envenenamos la tierra estos tóxicos entran en la comida que nos zampamos con tanta alegría y poca consciencia.
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Comer es un acto social, un acto de afirmación. Resulta insólito el poco cariño que dedicamos a esta actividad esencial para vivir.
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Ya hemos hablado en este diario sobre los comedores escolares más sostenibles. En esta ocasión me he trasladado a Solsona, a una jornada sobre el tema organizada por el CEDRICAT con el apoyo de varias instituciones. El tema era presentar un estudio de esta entidad para la implantación de comedores escolares sostenibles en esta ciudad, ubicada en las comarcas de Lleida. Un día soleado y, además, en la población estaba la 5ª Fira del Trumfo i la Tòfona. Así que las callejuelas del casco viejo estaban rellenas de paraditas de artesanos y agricultores con sus preciados tesoros de la tierra. En fin, lo de la alimentación escolar es un tema fundamental que en este país más bien debería decirse que está en dique seco. Bueno, a los escolares que deben quedarse a comer porque sus padres están trabajando, de comer les dan. La dietética en los últimos lustros ha copado el escenario. Pero otra cosa es con qué alimentamos a los vástagos del futuro.
Quizás no deberíamos olvidar que comer en la escuela debería ser una asignatura práctica en si misma. Pocas asignaturas permiten una práctica diaria, además fisiológicamente necesaria. Detrás del acto de comer está la educación del sabor, la calidad, las tradiciones en la elaboración de los alimentos, la seguridad alimentaria y la salud por el buen comer como “medicina preventiva”. Luego están cuestiones ambientales como el tratamiento de los residuos alimentarios (compostaje) o minimización de residuos en los envases alimentarios, o el tema de la limpieza de los cacharros de la cocina con productos que sean de química verde. Aunque, quizás, el eje clave del acto nutritivo es de dónde vienen los alimentos, quién los produce y en qué condiciones, la importancia de la estacionalidad en la nutrición y lo básico de la ciencia bromatológica. Finalmente, comer es un acto social, un actividad en la que se comparte espacio (mesa) y otros. Así que si en este país el Ministerio de Educación no se ha enterado todavía de la importancia de esta asignatura ligada a lo que se llama el “comedor escolar”, quizás deberíamos pedir directamente la dimisión de su cúpula política y técnica. Y es que la salud, pero sobre todo el futuro en relación al consumo, a la formación cívica de la ciudadanía, reposan en esta actividad que se considera de trámite: el almuerzo escolar.
La jornada Hacia unos comedores escolares más sostenibles ha presentado la visión de diferentes experiencias. Desde la posibilidad de implantación, pasando por la organización de la agricultura ecológica local para facilitar que puedan ser proveedores, hasta una experiencia desde la visión de una asociación de padres y madres que se han organizado para que su comedor escolar tenga ingredientes ecológicos. En cualquier caso, más allá de las presentaciones, hay algunos datos que me han interesado. Por ejemplo, que en la alimentación de las escuelas se han identificado apenas unos 40 productos alimentarios. Y que el consumo de los llamados alimentos de km 0, o sea, producidos localmente, puede suponer un ahorro económico del 20 % y, además, permiten reducir la huella de carbono.
Otro aspecto de consideración es la evidencia de que los alimentos ecológicos son más caros y, claro está, que los precios en los comedores escolares deben ser lo más bajos posibles para que sean asequibles. Se hablaba de unos 5 euros/menú en servicios ofrecidos por empresas de catering. Pero una experiencia escolar de las presentadas argumentaba que conseguían el menú por 3 euros y que, para no crear suspicacias, cada año entregaban el dinero sobrante a la escuela para mejoras estructurales en la misma. El secreto de este bajo coste es que un grupo de madres y padres están directamente implicados y colaboran. Se ha planteado que lo más importante no es tanto que todos los ingredientes sean alimentos ecológicos certificados, como que aquéllos que se introducen sean objeto de un despliegue comunicacional para que se valoren. Así, se ha comentado la introducción de un yogur de leche ecológico que servían a granel, con lo cual se ahorraban miles de envases; esta selección era motivo de orgullo por contribuir a un proceso ambiental esencial como es la reducción de residuos, además de fomentar la calidad alimentaria.
Algunas empresas del sector se han quejado de que las entidades certificadoras de la producción ecológica se han convertido en unos burócratas y que, además, permiten la existencia de un mínimo porcentaje de alimentos transgénicos. Aquí casi me caigo de la silla. Por suerte, entre los asistentes a la jornada estaba un grupo de payeses jóvenes que están suministrando parte de sus verduras, hortalizas, frutas y carne ecológica a unas guarderías, organizadas bajo una asociación de defensa ecológica que paga la certificación a los miembros que no pueden hacerlo. No han faltado críticas al Consejo Regulador de la Producción Ecológica de Cataluña, tampoco han faltado críticas a la agricultura ecológica de tipo intensivo, que es la que actualmente exporta el 80 % de su producción a la “Europa ecológica del norte”. Otros han criticado los llamados alimentos de Cuarta Gama (esos que vienen cortaditos o pelados, limpios, esterilizados y listos para procesar) y se ha advertido que los alimentos no sólo son calorías y elementos nutricionales, sino que también tienen “vitalidad” y que los alimentos próximos la tienen toda, como sucede con la carne ecológica que no ha sufrido el estrés de la matanza industrial. Uno de los ponentes ha mencionado la existencia de estudios oficiales que empiezan a considerar este aspecto hasta ahora poco considerado. Y es que una sola manzana ecológica, de dimensiones inferiores a las fabulosas manzanas que tenemos en los mercados convencionales, alimenta como dos de éstas. Aunque esto lo sabemos todos: que la medida no siempre es lo que importa.
La jornada, pues, me ha documentado a partir de la experiencia de madres y padres, de educadores, de agricultores, de empresas de catering que aplican criterios de sostenibilidad en su servicio. Los impulsores forman parte de un grupo de trabajo nacido el otoño de 2007, que ya prepara una guía sobre los criterios a seguir para implantar un comedor sostenible en las escuelas. De regreso –y no sin haber adquirido algún producto artesanal de la Fira del Trumfo i la Tòfona– me queda el sinsabor de que, a estas alturas, el “bien más preciado” de la familia humana, sus hijas e hijos, no valoren que la alimentación es algo más que una rutina que sobrellevar: es un arte y es la mejor medicina preventiva. Vaya, me parece un contrasentido querer que las TIC asalten las escuelas, cuando en sus comedores dejamos correr venenos químicos (en micro-dosis) y alimentos de riesgo como los transgénicos, en lugar de valorar que el futuro está en seres humanos sanos y felices. Que con menos información y más reflexión se vive mejor y que apoyar lo local y artesano, elevando a los agricultores al altar que se merecen, estimulando nuevas vocaciones, es el único camino hacia un futuro verdaderamente sostenible. Porque uno puede perderlo todo en fondos financieros y sobrevivir (a menos que se suicide por depresión), pero por mal comer o no comer uno enferma y quizás finalmente muera, por más optimista que se sienta. Si eres padre o madre, sería bueno que invirtieras algo de tu tiempo (amor, en definitiva) para que tus hijas o hijos tuvieran comedores escolares mas sostenibles. Ni es tan difícil, ni más caro. Pero exige compromiso. Algo que este planeta necesita con urgencia. Estamos advertidos desde hace tiempo.
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