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La
cultura democrática se expresa esencialmente en el equilibrio entre
deberes y derechos. Uno de estos derechos es precisamente elegir
libremente a nuestros representantes políticos. El deber es ser un
ciudadano responsable con la norma constitucional y las leyes vigentes.
Sin embargo, demasiado a menudo anteponemos nuestros intereses a los
colectivos, momento en que el peso de la ley puede atarnos. En un país
como el nuestro, de las llamadas autonomías (un eufemismo de un federalismo
infantil incapaz de hacerse adulto), nos sume cada cuatro años a elegir a representantes al
Parlamento territorial. De donde es uno hoy es tan difícil como saber
donde uno reside. Así que no importa el lugar de nacimiento más que
como algo que está en el corazón, porqué lo real es donde uno cumple con
sus obligaciones. Y ahora me toca ejercer el derecho a voto.
La política se ha convertido en algo ajeno en muchas ocasiones a la
ciudadanía aunque la política debería ser lo más próximo. El desencanto público
campa a sus anchas al no ver cumplidos los compromisos que aceptamos
ya sea porqué nuestro voto los respaldaba o porqué simplemente lo hacía
por pasiva en el marco de convivencia democrático. Pero más allá de lo
mundano hay otras realidades que la mundialización nos impone. Una de
estas es precisamente la lucha contra el cambio climático. En el Estado
español ya incumplimos con creces los compromisos internacionales
aumentando en más de un 45 % las emisiones tóxicas a la atmósfera.
Tampoco somos nada aventajados en el reciclaje de las basuras para
minimizar sus efectos ambientales. Y no digamos sobre el consumo de
agua ajenos a la sequía que nos impone nuestro clima. Tampoco podemos
olvidar el trato que damos al paisaje y a la naturaleza que nos acompaña en nuestro quehacer diario.
Hay partidos e ideologías para todos los gustos pero al analizar los
programas políticos que se nos proponen uno puede albergar dudas
razonables que a muchos de las formaciones políticas se les escapan
algunos de estos compromisos esenciales que superan lo local. Izquierda
y derecha en política expresan dos maneras de entender la realidad y
cada cual puede sentirse cómodo en una u otra. Pero, también sería
deseable que más allá de las ideologías se respetaran los deberes
colectivos. Hoy por hoy somos de donde vivimos pero nos guste o no
vivimos en un planeta finito, pero unido como en ningún otro período de
la historia. Un accidente radioactivo en Ucrania alcanza peligrosamente
a todo un continente con efectos más o menos intensos. La sobrepesca en
un océano concreto tiene efectos globales. Nos guste o no uno vive
donde vive pero consume ya casi el equivalente a dos planetas. Otros
simplemente no tienen ni para sobrevivir como humanos con dignidad.
Escoger entre uno candidato u otro no es tan sólo un ejercicio de
elección por uno gallardo u otro modosito, por uno ecologista que por
otro nacionalista. Un programa político ni que sea para gobernar un
pedazo de la Tierra no puede ya ser ajeno a lo global. Posiblemente,
nos gustaría tener más carreteras pero superadas las emisiones de
tóxicas del transporte privado que representan un 40 % de estas lo
sensato es apostar por un transporte colectivo eficiente
energéticamente hablando y que sea más sostenible. Posiblemente, nos
gustaría disponer de una vivienda digna y asequible, pero no se puede
construir simplemente con una arquitectura de tres al cuarto que
desperdicia energía por un envoltorio carente de los mínimos en el
aislamiento necesario o prescindiendo del aprovechamiento de la energía
solar u otras formas de ahorro energético como la geotermia que se
almacena en el suelo. Posiblemente, nos gustaría poder compartir
nuestro entorno con otras culturas más necesitadas, pero no podemos
tolerar que los derechos y deberes colectivos conseguidos con tanto
esfuerzo a lo largo de la historia se impongan a las tradiciones que no
respetan la mínima igualdad entre sexos y culturas.
En todo esta maraña la política, sea territorial, estatal o continental
debe ser considerar que con sus decisiones pueden afectarse las
necesidades de las generaciones futuras. Uno analiza los programas
políticos de la formaciones que pueden representarnos y no es fácil
discernir, pero ciertamente hay un faro del que no podemos alejarnos.
Este faro es que se respete algo tan esencial como la solidaridad
global e intergeneracional. En un momento determinado las elecciones
son para un territorio determinado pero en todo momento forman parte de
algo común que nos une como humanos: un único planeta. Un planeta que
está al borde del colapso por un exceso de depredación e intoxicación
por nuestra actividad vital.
Urge adoptar un estilo de vida más simple, un estilo de vida que ahorre
en energía y recursos naturales, un estilo de vida que no atente contra
el planeta que legamos a nuestros hijos. Algunos más que otros somos
conscientes que tenemos un compromiso con las generaciones futuras pero
está claro que no podemos legarles un planeta baldío a nuestros
hijas/os. Formamos parte de un todo y debemos, por solidaridad o por
puro egoísmo, ser conscientes de la importancia de que la suma de las
partes puede superar el total. Es ahí donde lemas como “los pequeños
cambios son poderosos” toman toda su fuerza. Me enfrento al dilema de
qué votar. El panorama no es nada alentador. Pero, lo último que puede
sucumbir es el anhelo democrático. Votar es un deber para tener
derechos. Deberes que a veces deben ser recordados con el mismo
entusiasmo que uno asume tener derechos. Precisamente, cuando más
decepcionado socialmente hablando uno puede estar más importante se
convierte el voto.
Cada cual elige en el marco democrático. A mí me gustaría que lo social
o colectivo se impusiera sobre lo privado. A mí me gustaría que lo
global no sucumbiera a lo local. A mí me gustaría que la convivencia
respetara las convicciones privadas pero sin privilegios para unas
personas sobre las otras. A mí me gustaría que la educación fuera una
oportunidad para todos sin excepción. A mí me gustaría que el
transporte fuera un servicio de calidad que no causara 16.000 muertos
por la contaminación de lo privado. A mí me gustaría la pobreza cero y
que las oportunidades no excluyeran a humano alguno por la condición de
su procedencia. A mí me gustaría que la solidaridad primara sobre lo
partidista. Se que no es sencillo ejercer el derecho de voto en tiempos
convulsos, pero votaré. Votaré por mis convicciones por un mundo más
sostenible en lo local sin olvidar lo global. No votaré para otorgar un
cheque en blanco porqué tras este deber tengo el derecho a continuar
reclamando por lo incumplido. Pero también soy consciente que más allá
de la fuerza del voto está la fuerza de nuestras convicciones
personales para contribuir desde la suma de voluntades ciudadanas para
impulsar el cambio que me ilusionan como humano. Uno vota hoy pero el
deber de la sensatez se nos presenta a diario en nuestra cotidianidad.
Al final la política no es más que la expresión de la tozudez de la
ciudadanía. Tenemos un compromiso con el planeta Tierra desde lo local.
Esta es mi prioridad y tengo el derecho por valor democrático a
expresarlo. Al final, un colectivo humano no es otra cosa que la suma
de expresiones en un determinado sentido.
Pronto se vota en mi territorio. Otro día será en otra tierra y con
otros ciudadanos. Pero al final no podemos olvidar que la suma de todos
es la que amenaza la supervivencia de la misma forma que es la suma de
todos la que puede desde la simplicidad vital impulsar un nuevo futuro
más ecológico, equitativo y ético. Un futuro de igualdad entre sexos,
religiones y culturas, con deberes y derechos libremente aceptados y
compartidos con la racionalidad que nos define como humanos. Pero no es
menos cierto que los políticos deben comprometerse a fondo con los
programas que proponen o dejar su cargo como animan los ciudadanos de
la red Cumplid o marcharos. Con esta perspectiva es menos difícil algo tan complejo como otorgar un voto y ejercerlo responsablemente.
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